Como docente e investigador, mi trabajo tiene que ver con la ética aplicada, o con la filosofía práctica. Mi proyecto para los próximos años busca mejorar la capacidad de la universidad pública para responder mediante una “alianza de saberes” (tomo la expresión de Marina Garcés, pero la idea se remonta por lo menos a Thoreau) a los retos sociales y ecológicos que se avecinan. Para ello, voy a sostener que es necesario partir del reconocimiento de la vulnerabilidad pero no detenerse en ella, sino aprender cómo organismos y colectivos son capaces de recuperarse de las crisis, reinventarse y adaptarse transitando a lo nuevo. Es decir, desplazar el discurso desde la vulnerabilidad hacia la resiliencia.Esto está relacionado con un proyecto anterior en torno a la biomímesis, un concepto que entre nosotros ha trabajado Jorge Riechmann, pero que surge también de mi preocupación por el carácter a veces excesivamente apocalíptico y desesperanzado que encuentro en la literatura bioética. En Vida precaria, Judith Butler concibe la vulnerabilidad como “consecuencia de nuestros cuerpos socialmente constituidos, sujetos a otros, amenazados por la pérdida, expuestos a otros y susceptibles de violencia a causa de esta exposición” (p. 46). No es que sea inexacto, pero sí me parece incompleto. La pérdida y el duelo nos une, pero no sólo eso; el miedo es un gran motivador, pero también lo es la esperanza.
Hace unos días escuchaba a Marina Garcés en la librería Kaxilda preguntarse cómo hemos asumido tan acríticamente que sólo somos vidas dañadas, sugiriendo que el reconocimiento de la vulnerabilidad no haga que los movimientos sociales se limiten a replegarse en las prácticas de autocuidado como único programa. Me recordó a Thoreau en Walden, cuando nos habla del “eterno vigor y fertilidad del mundo”, ese momento en el que “nos despiertan la fuerza recién adquirida y las aspiraciones internas … en lugar de la sirena de la fábrica”. Esa fuerza y esas aspiraciones es lo que tal vez deberíamos esforzarnos en buscar, pues la vida no sólo es vulnerabilidad, sino también desplegar velas y potencias, persistencia, duración, banquete y combate contra esa credulidad (opuesta a la autoconfianza, la self-reliance de Emerson y Thoreau) que sostiene y es sostenida por la dominación.
En su diario, Thoreau también escribió sobre el riesgo de que la sobreespecialización, tanto general o laboral como científica, conduzca a una fragmentación de la experiencia humana y por consiguiente a cierta inhumanización de la ciencia. En su colección de ensayos Un mundo vulnerable, Jorge Riechmann sostiene que “la vulnerabilidad de la humanidad frente a las fluctuaciones climáticas ha aumentado considerablemente, precisamente a causa del troquelamiento de la vida social por la tecnociencia” (p. 293). Esa es también una de las hipótesis que exploro en mi libro Una casa en Walden: sólo una alianza de saberes puede asegurar esa resiliencia social que nos permitiría reconstruir o al menos inacabar el mundo caso de llegar a una catástrofe.
La resiliencia es la capacidad que posee un sistema (natural o social) para sobreponerse y absorber agresiones o calamidades, de forma que mantenga su identidad a lo largo del tiempo (Azkarraga et al. 2012). Es una capacidad de recuperación, ajuste y persistencia que permite a los seres vivos autoconstruirse (a sí mismos y a sus componentes) como un todo integrado en un flujo constante de materia y energía. Como señala Ezequiel Di Paolo, todo lo que consideramos estable en un ser vivo (ya sean células, anatomía, comportamiento, conocimiento, relaciones sociales) lo es sólo en un sentido precario: las cosas son estables mientras los procesos en red que las constituyen continúen en marcha o dentro de ciertos límites. La apertura hacia el entorno a veces se interpreta como vulnerabilidad, pero un organismo necesita interactuar con su entorno si quiere ser resiliente. Si se abre demasiado, no se puede distinguir lo suficiente del entorno y se dispersa, o es colonizado por depredadores; pero si no se abre al entorno, se repliega sobre sí mismo y muere.
Mi proyecto de investigación está también relacionado con el trabajo en nuestro grupo, IAS Reseach, que tiene en los conceptos de autonomía e interidentidad dos de sus principales líneas de trabajo. Pero fundamentalmente mi dedicación actual está en la proyección universitaria, y en ese sentido me gusta pensar en lo que hago como una forma de investigación-acción. ¿Cómo aplicar todo esto a la universidad?
Las universidades son instituciones extremadamente resilientes que han perdurado durante casi diez siglos (Boloña es de 1089). Sus fines tradicionales son la creación, transmisión y acreditación de conocimiento, pero las universidades no han hecho esto de cualquier manera, sino manteniendo algunas características centrales como la acreditación de competencias cara al exterior y la constitución de una comunidad (universitas magistrorum et scholarium, comunidad de profesores y académicos) dotada de cierta autonomía. Ambas características generan una determinada identidad que se va conformando mediante la interacción entre la universidad y su entorno, la sociedad.
Me parece que la autonomía universitaria no es un fin en sí misma, sino un medio al servicio de los fines de la universidad. Y la resiliencia tampoco es un medio o un fin, sino más bien una consecuencia de la peculiar naturaleza de las universidades. Mi hipótesis es que esa resiliencia tiene que ver con la capacidad de reunir y poner en contacto saberes dispersos, algo que ya no podemos dar por supuesto en un mundo de capitalismo cognitivo en el que el conocimiento está siendo progresivamente sometido a lógicas neoliberales de privatización, especulación y globalización que erosionan tanto la cultura humanística como la científica.
La mía es una universidad pública y a menudo he oído compararla con un trasatlántico: tiene una gran capacidad pero cuesta mucho maniobrar. El símil tiene su interés, ya que al fin y al cabo las universidades transportan a muchas personas desde sus años de formación preuniversitaria a esa otra orilla en la que –si todo va bien– les espera su vida profesional. Pero no me termina de satisfacer, supongo que por lo que podríamos llamar la posibilidad de un Titanic: el escenario en que, víctima de un exceso de credulidad o hybris tecnológica, el trasatlántico se hunde tras chocar con un entorno hostil.
Me parece más interesante buscar analogías con organismos, más que con maquinarias. Como el Titanic, la universidad es vulnerable, pero de una manera que le permite ser resiliente. La ballena tiene sus depredadores; la universidad también. La ballena se alimenta de su entorno, también la universidad lo hace. Ambas son vulnerables y precarias, pero también autónomas y resilientes. La imagen del trasatlántico tampoco me convence porque, a diferencia de la ballena, da la impresión de que el barco puede hacer cualquier trayecto, que basta con mover el timón para dirigirla. No es así. Precisamente por su autonomía, la universidad no se presta fácilmente a cualquier fin externo a su naturaleza. Como la ballena, la universidad es un sistema social que va construyendo su identidad en la interacción con otros organismos o instituciones.
- Azkarraga, J. et al. (2012), “Eco-localismos y resiliencia comunitaria frente a la crisis civilizatoria. Las Iniciativas de Transición”, Revista POLIS, nº 33.
- Butler, J. (2004) Vida precaria. Buenos Aires: Paidós, 2006.
- Di Paolo, E. A. (2010). “Living Technology”. In Living Technology: 5 Questions, Mark Bedau, Pelle Guldborg Hansen, Emily Parke, Steen Rasmussen (Eds), Automatic Press/VIP, pp. 67-76.
- Garcés, M. (2017) Fuera de clase. Barcelona, Galaxia Gutemberg.
- Riechmann, J. (2000) Un mundo vulnerable. Madrid: Libros de la Catarata.
Te comunico que acaba de aparecer el libro “Así somos los humanos: plásticos, vulnerables y resilientes, En la editorial FarhenHouse
El libro ya está disponible “Open Acces”: http://www.fahrenhouse.com/omp/index.php/fh/catalog/book/30
Lo firmo junto con Ricardo Canal, profesor de la Universidad de Salamanca y especialista en autismo.
Un abrazo