[:en]Thoreau como filósofo contemporáneo[:]

[:en]Que Henry David Thoreau es o fue un filósofo ya está explicado en otros lugares, como la Stanford Encyclopedia of Philosophy, y yo mismo he dedicado al tema algunas páginas recientes en Una casa en Walden  y también en The Philosophical Salon tratando de mostrar la irreductibilidad de Thoreau como filósofo a una escuela o etiqueta. Me interesa más mostrar su actualidad, su vitalidad. Pero, dicho lo anterior, no voy a poder reducir su pensamiento a una tesis, sino que me limitaré a señalar algunas características que, a mi juicio, hacen de Thoreau un filósofo urgente hoy, más allá de la hagiografía o, peor, la necrofilia.

¿Qué tiene de contemporáneo un norteamericano de mediados del siglo XIX que se pasó 25 años escribiendo un diario sobre lo que encontraba en sus caminatas? Los problemas personales de Thoreau no eran intrascendentes, pues como escribe Doris Lessing en El cuaderno dorado (tomo la cita de Carolina León, Trincheras permanentes), nada es personal, al menos si entendemos lo personal como lo solamente mío:

“Escribir acerca de uno mismo equivale a escribir acerca de los otros, dado que vuestros problemas, dolores, placeres y emociones (y vuestras ideas extraordinarias o notables) no pueden ser únicamente vuestros. La forma de tratar el problema de la subjetividad […] es verlo [al individuo] como un microcosmos y, de esa manera, romper a través de lo personal, de lo subjetivo, convirtiendo lo personal en general, como en verdad siempre hace la vida transformando en algo mucho más amplio una experiencia privada.”

El genio de Thoreau fue transformar sus experiencias en algo mucho más amplio. Una de esas experiencias que no nos son ajenas fue su intuición de que “asistir a un fenómeno natural” nos salva de asistir a lo que llamó el “funeral de la humanidad” (en Life without Principle), expresión ambigua como pocas pero que parece indicar que la humanidad ha tenido sus funerales, que lo humano ha muerto, y que sin embargo todavía es posible recuperar esa humanidad al presenciar un fenómeno natural.

Encuentro mi clave de lectura en otro texto de Thoreau en el que este asiste o atiende a un fenómeno natural. Es el famoso final de de Slavery in Massachusetts, cuando Thoreau, exasperado por la complicidad del estado norteño con el esclavismo sureño, declara que la humanidad carece de principios, que el humanismo es una construcción vacía, y desea acabar con ese Estado que, mientras dice fomentar las humanidades, devuelve a sus amos los cuerpos de los esclavos.

Corre 1854 y Thoreau ya coloca lo humano en el pasado; la posterior declaración por Nietzsche de la muerte de Dios no es sino otra manera de nombrar ese funeral por la humanidad, por los ideales y el proyecto emancipatorio de la Ilustración. Pero Thoreau no es fatalista y al acercarse a un fenómeno natural –la flor del nenúfar que se encuentra en su paseo hacia la laguna– ese encuentro le devuelve la confianza en el mundo, afirmando la posibilidad de reconstruir el vínculo con los demás a través de una experiencia tan básica y a la vez tan precaria como observar una planta con todos los sentidos.

Lo contemporáneo es reconocer que estamos cruzando las fronteras de la humanidad, como bien dice el título del ya próximo congreso de la REF. Y Thoreau no sólo nos proporciona ese mismo diagnóstico un siglo antes de la Gran Aceleración (la rápida transformación socioeconómica y biofísica a consecuencia del enorme desarrollo tecnológico y económico acontecido tras el final de la Segunda Guerra Mundial), sino que también ofrece una intuición para combatirlo, la idea central de Walking: que “en lo silvestre se halla la preservación del mundo”. Dicho en otras palabras, que necesitamos lo no-humano para preservar lo humano.

Thoreau es contemporáneo porque es urgente, pero también porque es un clásico. No sólo de las letras norteamericanas, sino de las humanidades universales. Con la palabra “universal” apelo a la cierta confianza fundamental para la filosofía, a saber, la confianza en nuestra capacidad de acceder a lo básico, de traducir a nuestro idioma o idiosincrasia la múltiple experiencia recogida en los clásicos de la humanidad, pero no para exportarlos a otros, no mediante un “universalismo expansivo” (tomo el término de una conferencia de Marina Garcés) en el que nosotros vamos a emancipar a los otros, sino mediante un movimiento recíproco en el que yo sólo me emancipo si el otro también lo hace, y que por lo tanto es intrínsecamente local y recíproco.

Este localismo es también universal, pero en él ya no hay una idea de lo humano igual para todos; lo que hay es el banquete y el combate de la filosofía, el lugar desde donde podemos compartir las experiencias fundamentales de la vida a partir de cualquier lengua, cualquier cuerpo, cualquier casa, cualquier pueblo, siempre que en ese lugar se practique la atención plena, la lectura lenta o la escucha atenta. Esas experiencias fundamentales son los “essential facts of life” que Thoreau se propuso enfrentar en Walden (el lugar y el libro), buscando adquirir, elaborar y transmitir el fondo común de experiencia humana.

De hecho, uno de los capítulos de Walden (“Reading”) tiene que ver con este tema, y ahí el propio Thoreau celebra la permanencia de los clásicos, “cualquiera que sea la lengua en que estén escritos y por antiguos que sean”, pues constituyen el registro del pensamiento humano y proporcionan respuestas “hasta a la investigación más moderna”. En el prólogo de Ten Neglected Philosophical Classics (2016), Eric Schliesser menciona varias funciones de los clásicos en filosofía. La primera es renovar su campo de trabajo, pues “proporcionan recursos para recuperar intuiciones perdidas”, y ciertamente los escritos de Thoreau han cumplido esa función al proporcionar materia prima para la creación y desarrollo de la discusión académica, ética y estética, sobre el papel de la literatura y las artes en la protección del medio ambiente.

Además, investigar una figura canónica sigue siendo una manera de iniciarse en ciertas prácticas de escritura y crítica, ya sea literaria, ética o ambiental (ecocriticism). Y proporciona una tradición en la que iniciarse mediante la respuesta a esas obras clásicas, replanteando y reinterpretando su problemática. En ese sentido, Thoreau es contemporáneo porque sigue habiendo thoreauvianos, gente que se entiende a sí mismos como parte de una tradición iniciada por él. Finalmente, hay autores (y aquí Schliesser menciona explícitamente a Thoreau junto con Seneca, Montaigne, Kierkegaard, de Beauvoir, etc) que siguen siendo leídos por un público que no tiene por qué estar restringido a la academia.

En última instancia, un autor o autora es clásico cuando se le lee y traduce. Thoreau está vivo por eso, y en ese sentido sus escritos han probado ser inagotables. Proporcionan un fondo permanente de perplejidad y crítica respecto a ciertos rasgos humanizadores o deshumanizadores presentes en las sociedades contemporáneas.

En la obra de Thoreau hay ya una tensión y una ambigüedad que son nuestras también. Thoreau experimentó la irrupción del telégrafo, que fue el correo electrónico del siglo XIX. O el ferrocarril, que provocó una globalización a pequeña escala dentro de la economía norteamericana. O la industrialización del norte y el esclavismo del sur, las migraciones de ultramar, el crecimiento de las tecnociencias…  todos esos elementos tienen que ver con nuestra vida, forman parte del paisaje contemporáneo. Pero no sólo eso. Thoreau es un filósofo de la relación, es muy consciente de que todo eso está interconectado. Sospecha que el progreso material tiene su precio en vida y en vidas, que el esclavismo del sur es una consecuencia de la industrialización del norte, que el peso de lo humano sobre el planeta cada vez es mayor.

Describiendo las relaciones de su pequeño mundo de Concord con sus calles y granjas, estaciones y transiciones, vecinos humanos y no humanos, bosques y lagunas, nos enseña a investigar la “infinita extensión de nuestras relaciones” con nuestro propio entorno. De esa manera, Thoreau proyecta un reflejo de nuestra condición contemporánea. Una condición que Marina Garcés denomina póstuma, amenazada por el “acabamiento del mundo natural, el agotamiento de la sociedad o la obsolescencia de lo humano” (Una casa, p. 59), una situación esquizofrénica o escindida en la que se ha desconectado el saber y la emancipación, la cultura y los cuidados.

Ante esa amenaza, Thoreau proporciona un ejemplo, un artificio narrativo, más que una teoría o sistema. Thoreau es un filósofo que camina y cuya obra no se acaba nunca, porque su pensar está en continuo movimiento. El suyo es un pensamiento que no se detiene en una estación final, sino que va transitando de una verdad a otra (Una casa, p. 64) sin aferrarse demasiado a la coherencia, esa virtud que su maestro Emerson consideraba “la superstición de las mentes pequeñas”.

Describiendo el vuelo de un ave, Thoreau abogaba por esa “poesía del movimiento” que no consiste en preferir un lugar por encima de otro, “sino en disfrutar de cada lugar mientras eso sea posible; y así, con la mayor elegancia, explorar nuevos lugares y regresar a los antiguos” (Volar, p. 32). Ese movimiento entre lo conocido y lo desconocido, entre lo nuevo y lo antiguo, es el que hace decir a Thoreau (en el ya citado “Walking”) que la suya es, “en relación a la naturaleza, una suerte de vida fronteriza”, en los confines de un mundo en el que hacía “incursiones ocasionales y transitorias”.

Pero antes de emprender esos paseos y contemplaciones, escribe Thoreau, “debo ver primero, al menos, que no los persigo sentado sobre los hombros de otro”. Lo dice en lo que Javier Muguerza denominó un “bellísimo panfleto”, el ensayo sobre la desobediencia civil. En una conversación posterior, Javier me proporcionó una concisa definición del romanticismo. Ignoro de dónde la sacó él pero me sigue pareciendo válida. El romanticismo es la revolución por otros medios. Thoreau se sentía un continuador de la revolución americana que se inició precisamente en Concord. Su trascendentalismo se podría resumir con una impaciencia ante lo tradicional y antiguo, un deseo de comenzar de cero, de mantener una “relación original [es decir, directa] con el universo”, por decirlo con las palabras de Emerson al comienzo de su ensayo “Nature”. Sus escritos están llenos de momentos en los que Thoreau busca experimentar “rocas, árboles, el viento en la cara, la tierra sólida y el mundo real” (The Maine Woods) como si fuera la primera vez. Esos son sus misterios: la materia, el contacto, el sentido común.

Quisiera ver la impaciencia de Thoreau con lo antiguo como una forma de magnanimidad, esa grandeza de ánimo que no se deja encerrar en un sistema y considera insuficiente lo ya sabido. “El universo es mas amplio que nuestras filosofías,” escribe Thoreau vía Hamlet. También es un llamamiento a imaginar (no fantasear, como dice Santiago Alba Rico) nuestra mejor versión, a no regodearnos en la autocomplacencia. De hecho, las cuatro virtudes cardinales de las que habla Thoreau en Walden están interconectadas: confiar en nuestra capacidad (independencia) para hacer simple lo que es complicado (sencillez), abordar empresas difíciles con grandeza de ánimo (magnanimidad), y hacerlo con otras personas (confianza de nuevo). Pero también están en tensión. No hay garantías de éxito. Thoreau vio abrirse un abismo a sus pies donde la ciencia y la poesía, separadas, abrían un espacio capaz de tragarse el mundo. De ahí la inquietud que atraviesa los 25 años de escritura de su diario.

“Tal vez estas páginas se dirijan especialmente a estudiantes”, escribe en Walden. Thoreau codiciaba el tiempo necesario para leer, pensar y escribir; aquello que, según Nietzsche, debe proporcionar una universidad. La familia de Thoreau tuvo que ahorrar para que este pudiera ir a Harvard, y nunca como hoy la población universitaria en EE.UU. han estado tan endeudada. La sobriedad que hace posible la educación le llevó a una relación ambivalente con la cultura, entre una sincera apreciación y la condena cuando se convierte en un mero lujo ornamental.

Walden es una crítica cultural a nuestra condición, una condición que está escindida, en negación o en transición. Thoreau se proponía “decir algo no tanto de los chinos y de los isleños de las Sandwich, como de vosotros, que leéis estas páginas y, según se dice, vivís en Nueva Inglaterra; algo sobre vuestra situación, en especial sobre vuestra condición exterior o circunstancias en este mundo, en esta ciudad”. Walden tiene sentido como reflejo, como un experimento que no puede funcionar sino es como una ilustración, una perfomance de dos años y pico para investigar y ejercitar una racionalidad contraria al signo de los tiempos.

Esa investigación es tan autobiográfica como de exploración externa. No se queda en el yo, sino que amplia horizontes, desplaza el foco de atención, que es lo mismo que ampliar el alma. No hay filosofía sin una relación íntima con el yo y con la escritura, pero Thoreau no encontró manera de vivir su vida y escribirla al mismo tiempo. Por eso se replegó en el diario, convirtiéndolo en una herramienta de trabajo más, y de ahí la importancia que daba a la sencillez y a la sinceridad del proceso, más que a la perfección del producto terminado.

Nuestro mundo está constituido por procesos precarios más que por entidades o productos permanentes. En el ya mencionado capítulo dedicado a la lectura en Walden, Thoreau sostiene que la palabra es “la obra de arte más próxima a la vida misma”, “a la vez más íntima para nosotros y más universal que ninguna otra”. Es una idea que Thoreau llevaba rumiando más de diez años. A finales de verano de 1840, en el diario proponía el lenguaje como obra de arte más perfecta, porque “el cincel de mil años la retoca”. Hay, como siempre en Thoreau, cierto elemento de exageración pero la intuición básica me parece muy contemporánea. Cuando el autor individual deja paso al colectivo, el artista se confunde con su obra, no tanto en sus productos, sino en su producción misma, en esa poiesis cuyo resultado —cotidiano, anónimo y multitudinario— es la palabra oral o escrita.

No son malas noticias. Como dejó escrito en Walden, lo que más le animaba a Thoreau era comprobar el hecho de nuestra “incuestionable habilidad para mejorar la vida por medio del esfuerzo consciente”. Ese pasaje continúa así:

“Ya es algo poder pintar un cuadro particular, esculpir una estatua o, en fin, hacer bellos algunos objetos; sin embargo, es mucho más glorioso aún esculpir o pintar la atmósfera, el medio a través del cual nos miramos, que es lo que podemos hacer moralmente. In- fluir en la calidad del día: esa es la más elevada de las artes.”

En otro pasaje, Thoreau relata cómo se comunicaba con las personas que venían de visita pero no lo encontraban en su casa de Walden: escribiendo pequeños y efímeros grafitis en las hojas caídas. Era muy consciente de la expectación causada en su entorno por su experimento en la laguna, que bien podría considerarse una forma de performance pública. Ignorando el arte convencional, haciendo de su vida una obra, o mil obras, Thoreau nos invita a reactivar la conexión entre ética y estética, a apropiarnos de la cultura y la filosofía, ese “medio a través del cual nos miramos”. Esa es, al cabo, la definición de filosofía contemporánea con la que quisiera concluir: filosofar es cultivar el tiempo (“influir en la calidad del día”), trabajar lo contemporáneo desde la ciencia hasta las artes pasando por la política, incidir en las múltiples maneras en que conectamos con los demás y con nosotros mismos.

Ese énfasis en el momento presente, en la relación y en el proceso más que en el sistema y el resultado, le hizo huir de cualquier adscripción filosófica o religiosa. Así lo confiesa en el diario: “No prefiero ninguna religión o filosofía. No simpatizo con el sectarismo y la ignorancia que hacen distinciones pueriles, momentáneas y parciales entre diferentes credos o formas de fe.” (Posterior al 26 de abril de 1850)

Lo anterior no quiere decir que no intentase alcanzar cierta serenidad, cierto equilibrio. Para ello recurría tanto a lo que hoy llamamos ciencias como a lo que llamamos letras, porque “el filósofo contempla los asuntos humanos con la misma tranquilidad y distancia que  los fenómenos naturales. El filósofo moral necesita la disciplina del filósofo natural [científico]. Quien está ejercitado en el estudio de la naturaleza goza de grandes ventajas para el estudio de la humanidad.” (6 de mayo de 1851)

Termino con un ejemplo. Thoreau intentó vivir de sus escritos e intervenciones públicas. No lo consiguió. Ya entonces resultaba demasiado científico para los artistas, demasiado artista para los científicos. Pero esa clase de filósofo mundano que él quiso ser existe hoy, fuera de la academia, bajo la forma del filósofo errante o “feriante” (forain), tal como se describe a sí mismo Alain Guyard (http://www.diogeneconsultants.com/), un escritor/performer/filósofo que recorre Francia provocando la inteligencia colectiva fuera de clase, en el campo, la cárcel o una cueva, para llegar a esa mayoría que nunca ha encontrado la filosofía en su vida.

Finalmente, hoy Thoreau tiene su escuela. Es un filósofo contemporáneo porque es un clásico que encarna la innovación (trascendentalista, es decir, romántica o revolucionaria) frente a lo establecido, anticipando algunos desafíos que son nuestros hoy. Y porque lo hizo sin reivindicar una doctrina filosófica en particular (lo que le permite ser invocado por todas), enlazando saberes dispersos a ambos lados de la creciente brecha entre las dos culturas. Puede ser simple pero no es poco.[:]

1 thought on “[:en]Thoreau como filósofo contemporáneo[:]

  1. Gracias Antonio, más allá de una demostración de experto (que todos damos por sentada por ampliamente probada) hubo una profunda sinceridad y fe de vida en tu conferencia del sábado en Urmara, hasta el punto de que los asistentes quedamos maravillados ante tu asombro al descubrir cómo inesperadamente te salían al encuentro algunos de los protagonistas de tu propia conferencia, como el bueno de Gepetto se sorprende al tomar vida Pinocho. Transmite por favor el agradecimiento y enhorabuena a Koldobika Jauregi y a todo el equipo de Urmara.
    Un abrazo,
    Mikel Etxaniz (el barbudo de Estrata)

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